En la vida nos influyen los sesgos cognitivos mucho más de lo que pensamos. Un ejemplo son los pensamientos supositorios: mezclar lo que realmente se sabe, o se conoce, con aquello que únicamente se supone, al carecer de datos que puedan confirmarlo.
Para complicar más la situación, el impacto de este sesgo se acentúa cosiderablemente bajo situaciones de estrés.
El pensamiento supositorio está muy influido por el peso de las creencias en los procesos analíticos y deductivos, hasta el punto que estos últimos quedan relegados a un segundo plano.
Una creencia es un patrón almacenado en nuestra memoria a largo plazo, es decir, un modelo de actuación predeterminado ante una situación conocida. Las creencias son tremendamente poderosas porque permiten a nuestro cerebro ahorrar gran cantidad de energía, al no tener que procesar la misma información una y otra vez. En su lado negativo, las creencias dejan mucho que desear respecto al rigor con que se generan, y tampoco son revisadas con la frecuencia necesaria.
En el pensamiento supositorio, el cerebro presta más atención al reconocimiento de patrones que al análisis de datos. El problema de este enfoque es que es relativamente sencillo encontrar un patrón reconocible y, cuando eso ocurre, los datos se ignoran y lo que toma protagonismo es la respuesta automática almacenada en su día junto al patrón.
El pensamiento supositorio te lleva a decidir mal en muchas ocasiones, ya que decides a partir de información de baja calidad, ya que se fundamenta en información basada en suposiciones, es decir, en cosas que crees saber pero que realmente ignoras.
Usar buena información no te garantiza decidir bien pero usar mala información te garantiza decidir peor de lo que podrías decidir.