“Sentaros y haced sitio, pues cuando era niño, el mejor lugar de la casa junto al fuego, se le reservaba siempre al cuentacuentos”.
Aquello tuvo lugar en una noche silenciosa, desganada, sin mucho que decir. Algo, por otra parte, totalmente de esperar en un día entre semana. Era tarde, tarde para la mayoría de personas, pero no para Luis.
Luis siempre trabajaba sin descanso. Dotado -y él lo sabía- de una inteligencia afilada pero poco rimbombante, poseedor de una lucidez práctica y eficaz, no había problema que no pudiera resolver, información que no pudiera estructurar, concepto que no pudiera reducir a sus componentes atómicos o idea que no pudiera destilar de forma prístina.
Allí donde otros veían un puñado de palabras adustas y estériles, Luis veía lo esencial, la idea de fondo, el flujo, las relaciones con otros conceptos. Incluso un texto tan absurdo como éste, en el que ni yo mismo atisbo sentido alguno, podía ser diligentemente clasificado según correspondiera por la insatisfecha y apremiante mente de Luis.
No obstante, Luis tenía una curiosa afición, el pequeño placer oculto de deleitarse en sentir tan sólo una pizquita de odio hacia los textos, ideas o conceptos transmitidos por personas con unas ciertas características. O quizás, hacia la persona en esencia. A decir verdad, no estoy seguro del todo.
Pero por favor, no me malinterpretéis. Ante todo, nuestro protagonista era un tipo honrado, piadoso, servicial y bonachón, un producto de su época, sin rastro de maldad.
Se trataba tan sólo de un poquito de odio, positivo y simpático, que no hacía daño a nadie; una pequeña dosis de sano desprecio, algo paternalista y ligeramente condescendiente. Lo que sucedía es que, así como Jesucristo acogía en su regazo a los pecadores y les abría su corazón con el fin de prestarles ayuda, de la misma manera Luis aceptaba con una amabilidad sincera y resignada a aquellos que no habían sido precisamente bendecidos por la genética en lo que a materia gris se refiere.
En su esencia, él era un pastor financiero de hombres en una noche repleta de aullidos. Cuando nuestras finanzas se perdían en la inmensidad del oscuro cielo sin estrellas, allí estaba Luis para guiarnos a un claro del bosque, en el que crepitaba una acogedora y cálida hoguera. Si alguna vez has observado, durante interminables minutos, el fuego en una antigua chimenea de piedra; si te has perdido o dejado llevar por el candor rojizo de las ascuas envuelto en una serenidad profunda y reconfortante, has de saber que todo aquello era Luis.
Entonces, en el transcurso de aquella irrelevante noche de principios de primavera que comentaba al principio, Luis leía, con el rostro iluminado por la luz de la pantalla del ordenador, los correos electrónicos que había recibido a raíz de su última newsletter.
La mayoría le felicitaban o pretendían hallar respuesta a sus propias dudas, pero había unos pocos tontos del ciruelo, pertinazmente identificados y clasificados tras leer sus primeras cuatro o cinco palabras, que criticaban o se quejaban de ves a saber qué. Luis esbozaba una discreta sonrisa al despacharlos con satisfacción y darlos por perdidos, y se limitaba a proceder con el siguiente mensaje.
Fue en aquel preciso momento cuando percibió algo inquietante. Era un correo que inicialmente parecía escrito por un imbécil, un masticasopas, pero que poco más adelante contenía un desconcertante giro argumental.
Luis se movió varias veces en el sillón, incómodo, sin hallar la postura adecuada. A medida que seguía leyendo, tenía la sensación de que una inmensa y silenciosa telaraña de conceptos, enlazados de forma magistral e imprevisible, se cernía sobre él desde múltiples costados, apresando su intelecto con ideas que le parecían extraordinarias, pero de las que sentía que sólo podía captar los matices de la superficie.
Las potenciales conclusiones de lo que leía le abrumaban, porque aquella miríada de profundas y múltiples relaciones escapaban a su control. No podía comprenderlas, clasificarlas ni transmitirlas con claridad. Por primera vez desde que tenía memoria, se sentía indefenso ante hechos que excedían sus capacidades de forma masiva y desconcertante. Aquella aterradora sensación de pérdida de control le provocó sudores fríos, y comenzó a respirar con dificultad. Acabó por emitir un grito ahogado…
Volvió en sí y parpadeó varias veces, sin saber bien dónde se hallaba. Pero estaba ahí, en su habitación, y aunque no acababa de entender bien lo que había sucedido, sus dedos se hallaban sobre el teclado del ordenador, en una posición de perfecta mecanografía. El documento abierto, casi en blanco, rezaba:
Los Mapas Del Dinero
No sé si conoces la historia de Harriet Tubman. Harriet fue una activista negra estadounidense […]
Y entonces pudo comprenderlo. Aquello era, sin duda, creatividad. El mezclar ideas y experiencias, propias y ajenas, y pasarlas por el filtro de la reflexión y el subconsciente.
La inquietud se desvaneció y volvió a sentirse seguro de sí mismo, quizá más que nunca. Porque él era Luis, y no había problema que no pudiera resolver, información que no pudiera estructurar, concepto que no pudiera reducir a sus componentes atómicos o idea que no pudiera destilar de forma prístina. Por eso seguía escribiendo.